jueves, 1 de enero de 2015

La vocación de "parir a Dios"

Iniciando el año, en su mismísimo primer día, el mundo católico celebra con mucho gozo a la Θεοτόκος [Theotokos].  Vivimos como solemnidad el misterio cristológico de la maternidad divina de la Myryam de Nazareth.  

Por lo menos, desde el año 250 a.D., en su oración, las cristianas y los cristianos tanto en oriente como en occidente invocaron a la madre de Cristo como "aquella que parió a Dios." Así lo atestiguan la más antigua liturgia por Navidad, así como el papiro egipcio que adquirió, en 1917, la John Rylands Library en Manchester, Reino Unido.  Ambos testimonios, datados del siglo III, ostentan la oración que, en occidente, sería luego rezada por generaciones: "Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei Genitrix." 

Las diatribas teológicas que verían a los patriarcas de Constantinopla y Alejandría discurrir sobre hasta qué hipóstasis de ese Hijo de Dios que se profesaba en el Credo desde el 325 a.D. llegaría la maternidad de la nazarena, vinieron solamente dos siglos después. Y así en la actual Turquía se definió dogmáticamente en el 431 a.D. lo que la fe había ya cantado por tantos años, fe seguramente inspirada en los relatos lucanos que ponían en boca de una Isabel jubilosamente llena del Espíritu: "καὶ πόθεν μοι τοῦτο ἵνα ἔλθῃ ἡ μήτηρ τοῦ κυρίου μου πρὸς ἐμέ" (Lc 1, 43). Las precisiones del Concilio de Éfeso solo explicitan la simple lógica. Myryam de Nazareth era proclamada "Deípara," como aquella que había parido a Dios, "no porque la naturaleza del Verbo y su divinidad se hubiesen originado a partir de la Santísima Virgen" sino por una necesidad cristológica.  El Salvador del mundo, desde el mismísimo momento que comenzó a entretejerse hombre en las entrañas de esa mujer que mencionó san Pablo (Gal 4,4), había sido concomitantemente la Palabra del Padre. Así, aunque no coeterna con su Creador, la "Amada de Dios," Myryam, debía ser ortodoxamente llamada "Mater Dei".

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma de la manera más bella una de las implicaciones más significativas y profundas del misterio que celebramos al comenzar el año: 

María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los  hombres (721).

Con razón se han aplicado a María las alabanzas que hicieran a la heroína Judith el sumo sacerdote Joaquín con el Consejo de Ancianos de Israel: "Tú eres el orgullo de nuestra raza" (Jdt 15, 10). Una humilde y pobre joven de Nazara, en la pequeñez de su condición, en la debilidad de su naturaleza humana(cf Lc 1, 48), se convierte en el puente de Gracia que traería la redención a la Historia. La Palabra del Padre acampa entre nosotras y nosotros, radical y específicamente, desde el corazón libérrimo y en el cuerpo totalmente donado de la joven que acababa de desposarse con José (cf Jn 1, 14). Es lo que pormenoriza también en el siglo III el obispo alejandrino san Atanasio en su Carta a Epícteto llamando la atención sobre las palabras del arcángel en la anunciación de Lucas: "lo que nacerá de ti" y no "lo que nacerá en ti" "como si se tratara de algo extrínseco". Fue en la carne de María que el Verbo se hizo carne. 

Esta maravillosa y sublime vocación de María, sin embargo, la hemos de heredar todos y todas. Así se desprende de lo que proclamó el Concilio Vaticano II proponiendo las enseñanzas del obispo san Ambrosio: "la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo" (LG 63).  Si Ella es tipo, modelo de la Iglesia, entonces todo el Pueblo de Dios ha de ser moldeado a imagen de esa Madre divina; también en su maternidad.  Esta simbiosis de fecundidad de María y la Iglesia no se referiría solamente a hacer nacer hijos e hijas a la fe como refiere el Concilio (LG 64). 

El beato papa Pablo VI, en aquella suculenta exhortación apostólica que marcó la evangelización en la Iglesia contemporánea, la Evangelii Nuntiandi, llamó a la Madre de Dios "estrella de la evangelización" puesto que "En la mañana de Pentecostés, ella presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo" (82). Esa predicación gozosa del Evangelio procura que nazca Cristo, el Redentor, en cada corazón creyente. Nosotros y nosotras, bautizados llamados a proclamar el Amor de la Trinidad por todos los confines de la tierra (Mt 28, 19-20) tenemos, por eso, el llamado de ser también nosotras y nosotros, Madre de Dios.  Llamadas y llamados a "parir a Dios" al mundo. Es lo que el profético obispo de Roma, nuestro actual papa Francisco ha señalado en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium: "La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel [...] de diveras maneras, engendran a Cristo" (285)

Ese mismo evangelio según san Mateo, ponía el boca de Jesús esta capacidad fecunda que, como Myryam de Nazareth, nuestra paupérrima fragilidad disfruta. El Dios-con-nosotros, el Emmanuel que celebramos en este tiempo, prometió que allí donde los y las bautizados confabularan para el bien, allí El volvería a nacer... la Palabra volvería a acampar en medio de su Pueblo (Mt 18, 20). Por tanto, nos urge dedicarnos a esa comunión en su Nombre para parir al esperado de Israel... al Príncipe de la Paz y la Justicia por el que hambrea nuestra humanidad tan herida. 

Que como la "Theotokos", la virgen pobre y sencilla de Nazareth, podamos también hacernos Belén para "parir a Dios" al mundo haciendo nuestra la apertura total de todo el ser de María con sus palabras a Gabriel: "He aquí la sierva del Señor, que se haga en mí según lo que has dicho" (Lc 1, 38).